La libertad de jugar en soledad.
Cuando pequeña siempre desarrollé mucho mi imaginación. No de forma consiente o como un ejercicio planificado, sino que gozaba muchísimo con el hecho de inventar historias en mi cabeza, imaginar escenarios, personas o relaciones.
Lo curioso es que esto lo hacía cuando dibujaba, pintaba, bordaba, o hacía collage. Incluso, cuando jugaba con Barbies, nunca alcanzaba a jugar realmente con ellas, porque armando sus casas, vistiéndolas, peinándolas, iba pensando en lo que iba a pasar, iba imaginado situaciones, e incluso las ensayaba, por lo que, a la hora de “jugar”, ya no tenía sentido. Entonces ¿estaba estaba jugando? Creo que sí, pero también creo que era mucho más que eso, porque estaba creando.

(Dibujo de Gabi a los 12 años)
La claridad de ese suceso la tengo ahora que soy “grande”. En ese tiempo no comprendía la ecuación que sucedía en mis procesos, no era consiente de lo que estaba pasando, porque era algo normal, era parte de mí y de como yo hacía las cosas. Era parte de cómo yo disfrutaba en el día a día. A tal punto que ponía un horario diario para estar en mi pieza -o en la pieza de mi mamá que era más “heladita” para el verano-, y me encerraba a dibujar, tejer, o bordar, pero en realidad lo que estaba haciendo era imaginar. Pensar en lo imposible y hacerlo posible, pensar en lo que quiero, en lo que me gustaría, en mundos reales o ficticios. Y cuando terminaba de hacer lo que estaba haciendo, sin saberlo, todo eso estaba plasmado en mi creación. Aunque fuera imperceptible para el resto, estaba ahí. Era parte de eso. Eran una misma cosa.
En la adolescencia, en esa búsqueda de identidad y rebeldía propia de esa edad, fui dejando de lado estos momentos y perdí mi espacio diario de este ejercicio. Y no por una falta de apoyo para seguir realizándolos, porque en mi casa el arte reinaba, sino que, porque no había espacios o amigas/os que se interesaran en esto, entonces lo dejé. Me interesé más en salir, compartir con otras/os, que en mis actividades personales. Y con eso fui perdiendo mis habilidades también, fui perdiendo la conexión con el lápiz o con el pincel. Pero mis ganas de imaginar o crear nuevos mundos, nunca la perdí y creo que es eso mismo lo que me llevó a estudiar actuación.
Aún pienso en como mi desarrollo personal o la persona que soy hoy se hubiese nutrido de haber seguido en estos pasatiempos. Y no necesariamente para ser especialista, sino que para aumentar mis posibilidades artísticas y para continuar desarrollando mi creatividad.
Pienso que artista es quien quiere serlo y no quien es lo que el resto de los artistas o la academia quiere que sea.

(Dibujo de Gabi a los 12 años)
Si pienso en lo que forma a un artista, es precisamente eso que sucedía en la privacidad de mi pieza. Y no porque lo que hiciera constituyera “técnicamente” a lo que “una obra de arte debe ser”, sino que, porque en esas creaciones gran parte de mí, de mis deseos, de mis temores, alegrías, imaginarios estaban plasmados, resignificándose en un papel, hilos o témperas. Y es eso lo que pienso que como artistas debemos lograr, en alguna medida.
Lamentablemente mis creaciones de infancia quedaron ahí, en las 4 paredes de mi habitación o en las pequeñas exposiciones que le hacía a mi mamá; en mis recuerdos de esos momentos de goce que yo misma me regalé y quizás, dentro de mis miles de cachureos uno que otro collage podría encontrar. Pero siempre en pasado, en algo que ya fue, que alguna vez sucedió. Porque ahora, que he vuelto a realizar algunas de esas actividades ya no sucede igual, ya no es lo mismo. Esa magia se perdió y sigo buscando cómo encontrarla.